Se trata de un ejemplar de Blanco y Negro de 1935 que, en una de sus secciones regulares, publicó una insustancial historia que supuestamente tuvo lugar en un manicomio de la época. “El suceso de la semana” era una sección de la revista que, tomando el nombre de otra homónima de sus primeros años, apareció más o menos regularmente entre 1933 y 1935. Se trataban de relatos, de carácter burlón, acompañados de recreaciones fotográficas del supuesto suceso llevadas a cabo por actores. Una técnica narrativa que fue llevada al extremo por las populares fotonovelas de la segunda mitad del siglo pasado (por cierto, si hay alguien que conoce alguna fotonovela que retrate a una persona con una enfermedad mental, me encantaría saber de ello).
La historieta que hoy nos ocupa, en la que se recogen los tópicos más manidos asociados a los enfermos mentales, tales como el origen traumático (muchas veces amoroso) de la locura, conductas inopinadas e infantiles, peligrosidad y consiguiente temor asociado a la misma, se acompaña de un par de imágenes fotografiadas por V. Muro que son las que justifican obviamente esta entrada. Pero las imágenes, sin el texto que las acompañaba, poco nos dirían por si mismas. Por esa razón, y porque el original siempre es mejor que el resumen, ahí va el relato completo para disfrute de propios y extraños. Vosotros opinareis.
El suceso de la semana.
Aquel desgraciado... era el otro.
PRONTO, Pérez... la gasa!
—¡Doctor!
—¡Diga!
— Parece que aquí, en la oreja, presenta algo más.
—¿A ver? ¡Toma, pues, claro! ¡Apunte, Fernández! Otra herida por mordedura con desgarramiento del lóbulo. ¡A ver, Pérez! ¡Más gasa!
—Y esto de aquí, ¿qué será, doctor?
—¿Esto? ¡Qué barbaridad! ¡Siga apuntando, Fernández! Tres mordeduras más en la región cervical y dos arañazos en la superciliar. iMás gasa, Pérez!
—Si se le venda todo lo que le hace falta va a parecer una momia.
—Pero, ¿cómo ha sido eso, hombre?
—¡Ay, doctor! Primero dígame... ¿estoy completo?
—Completísimo.
—¿De veras no me falta nada?
—Más bien le sobra. Los chichones de la cabeza, por ejemplo. La tiene usted que es un panorama de Constantinopla.
—No se rían de mi desgracia. Todo esto me ha ocurrido por el noble afán de buscar el deleite de mis semejantes.
—¿Qué ha sido ello?
—Que como redactor que soy de un periódico, órgano del comercio y de la industria del distrito de la Latina, quise hacer para mis lectores una información pintoresca, y al efecto obtuve un permiso especial para visitar un manicomio... ¿Eh...? ¿Qué dice...? ¡No, doctor, que le veo venir! No me espete la vulgaridad esa de que son más locos los de fuera... etc., etc. La estoy oyendo desde que tuve la malhadada idea de pedir el permiso para la visita.
—¡La pereza mental multiplica hasta el infinito la filosofía esterotipada.
—¡Doctor, tenga compasión de mí, que estoy muy malo! Prosigo. Con el permiso correspondiente fui a visitar aquella casa, albergue del dolor. ¡Muy triste, doctor, muy triste! Y muy calumniada. Yo pensaba que al entrar en ella me encontraría por lo menos media docena de señores con los sombreros colocados de través, las palmas de las diestras en los bronquios y los dorsos de las siniestras en los riñones, asegurando que les habían dado para el pelo en Waterloo, y que eso de publicarles en los periódicos las cartas a Josefina era una indiscreción. Pero no fué así, que también la sinrazón tiene sus épocas y sus modas, y así como a lo largo de la Edad Moderna ya no existieron los locos sublimes que se creyeran caballeros andantes, la actualidad, saturada de fugas heroicas ya no produce ningún alienado que se crea Napoleón. Y es que el tiempo pasa, señor doctor.
—¡Oh, sí!, y cada época es como un escultor genial que, de manera distinta a sus antepasados, modela el espíritu de los pueblos y hasta sus desvíos cerebrales. ¡Más gasa, Pérez!
—¡Doctor, por su madre!—continuó. No había Napoleones, como digo; había—eso sí—la última palabra en extravíos mentales; algunos alucinados que juraban por su salud que se iban a acabar pronto las obras del teatro de la Opera. Pero todos ellos gente pacífica. Entre estos locos tranquilos—seráficos diríamos mejor—había uno. Tipo original. Era un hombruco de sencillo aspecto y ademanes dulces. Sobre la palidez de su rostro se abrían al infinito sus pupilas azules en eterna contemplación de lo inexistente. Pregunté cómo se llamaba. Se me respondió que Cándido.
Cándido estaba sentado en un pequeño banco y tenía sobre sus rodillas una muñeca a la que dirigía amorosas palabras y acariciaba con mimo.
Cándido estaba sentado y tenía sobre sus rodillas una muñeca a la que dirigía amorosas palabras.
Pregunté a un empleado. Aprendí la causa de su locura suave. Hace años había tenido una novia en la que puso todo su amor y todas sus ilusiones de juventud. María—nombre de ella—parecía amar a Cándido... Pero lo parecía nada más.
—El corazón femenino...
—Lo sé, doctor. A veces es falaz. Un día la adorada de Cándido, la novia de las quimeras azules de los años mozos, se casó—¡infame!—con otro que no era Cándido. Cándido quiso entrar en un convento de frailes...
—¡No siga! Eso es "La Dolorosa".
—Perdone. Quiso entrar, pero no le admitieron. No sabiendo qué hacer se volvió loco. Primero empezó a escribir comedias de tesis, luego se afilió al partido radical socialista y acabó por coger la muñeca con la que le vi en el manicomio y acariciarla tiernamente, creyendo que era su María, que nunca se había querido separar de él.
—¡Es horrible!
—¡Espantoso!
—Pero digo yo, ¿qué tiene que ver con sus heridas todo eso que usted me cuenta?
—Mucho. Después de contemplar a Cándido se entró por mi alma una placidez... una paz... Le juro a usted que hasta envidiaba un poquito al loco. En esta disposición avanzaba por un pasillo del manicomio cuando de improviso, al llegar a un recodo, me salió al paso un energúmeno: un individuo de aspecto siniestro, ojos saltones, cabellos verticales y movimientos de chacal. El sujeto —¡muy poco sujeto por desgracia mía!—era, en suma, un loco furioso que acababa de burlar la vigilancia de sus guardianes. Como una fiera se abalanzó hacia mí; me arañó, me pateó, me mordió... me produjo, en una palabra, todas las lesiones que padezco.
Era un loco furioso que acababa de burlar la vigilancia de sus guardianes
—¿Pero quién era aquel basilisco?
—Usted lo ha dicho, doctor; ¡un basilisco! Pues era...—lo supe después, cuando los empleados se lo llevaban dando unos rugidos que agrietaban las paredes—. Aquel desgraciado... era el otro: el que se había casado con María, la novia de las quimeras azules de los años mozos que un día—¡la infame!—había traicionado a Cándido.
—¡Pobre hombre !
—¡Pobre! Tal cargo me hago de su desgracia, que le perdono.
—Bien hecho. Perdonar a un alineado es perdonar un poco a la Humanidad, que un loco, al fin y al cabo, no es más que el exponente de la actualidad que vibra.
—¡Hombre, doctor!
—¡Pérez, más gasa!
Leandro Blanco.
INTERPRETACION FOTOGRAFICA DEL SUCESO REALIZADA POR LOS ACTORES MANOLO VICO, RAFAEL LOPEZ SOMOZA Y MANOLITO HERNANDEZ. (FOTOS V. MURO)
Y, recordad, si alguien sabe darme una pista acerca de una fotonovela que incorpore entre sus fotogramas la representación de un enfermo mental o de un psiquiatra, de un loco o de un loquero... ¡qué nos lo cuente!
BIBLIOGRAFIA.
Blanco, Leandro. Aquel desgraciado… era el otro. Blanco y Negro. 7 abril 1935. P. 15-17.
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Descargo de responsabilidad: He utilizado las imágenes sin ánimo de lucro, con un objetivo de investigación y estudio, en el marco del principio de uso razonable - sin embargo, estoy dispuesto a retirarlas en caso de cualquier infracción de las leyes de copyright.
Disclaimer: I have used the images in a non for profit, scholarly interest, under the fair use principle - however, I am willing to remove them if there is any infringement of copyright laws.
2 comentarios:
Buenísimoooo !!!! Me encantó y me hizo reír "como loca". Un abrazo,
muy buen blog!!!
un saludo!
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